En
la antigüedad, las personas estaban organizadas en pequeñas aldeas, por lo que
se conocían unos con otros y no era necesario ofrecer más que un nombre para
referirse a alguien. En la Edad Media comenzaron a formarse ciudades más
grandes y feudos con bastante población, por lo que se hizo importante
diferenciar mejor a las personas, momento en el que nacen los apellidos.
En el caso de los nobles,
estos adoptaban el apellido de su dinastía o podían quedarse con el de algún
territorio conquistado, como forma de mostrar dominación. Pronto determinaron
que la población plebeya también tuviese un apellido.
Los apellidos no
comenzaron en un solo lugar, sino que de forma espontánea o cuando un reino
conquistaba otro. Los apellidos correspondían al lugar de origen de la persona,
su oficio o bien a características físicas distintivas.
A medida que los imperios
comenzaron a descubrir y conquistar nuevos territorios, impusieron el uso de
apellidos en la población aborigen del lugar. En el caso de los esclavos se
hizo lo mismo, su amo era el encargado de otorgárselos. Cuando el uso de
apellidos se hizo más común y las diferentes culturas se mezclaron, muchos
apellidos fueron traducidos de un idioma a otro o sufrieron pequeñas
modificaciones para hacerles parecer originarios de otro lugar y no sufrir
discriminación.
Una de las conclusiones que nos ofrecen los
documentos es que existe una clara diferencia entre la onomástica de la masa
popular y la de las clases elevadas. En efecto, los individuos del pueblo llano
ostentan nombres genuinamente latinos, como Cayo, Mario, Antonino, Honorio,
Juliano, en los varones, o Áurea, Marcela, Marina, Julia o Faustina entre las
mujeres, y sin embargo la familia real y los magnates, utilizan nombres
típicamente germánicos; así los varones se llaman Nuño, Gutierre, Rodrigo,
Alfonso, Vermudo, Ramiro, Fruela, Gonzalo, Hermenegildo, etcétera; y las
mujeres Gontrodo, Froiliuba, Hermesenda, Adosinda, Elvira, Muniadomna o
Leodegundia. Nombres estos últimos que, aunque nos cueste creerlo, eran
utilizados por las más distinguidas damas de aquel tiempo.
No se quiere decir con esto que la clase
dirigente fuera étnicamente goda, pues sería entrar en una ya estéril polémica,
pero si se ha de resaltar la evidencia de que al menos lo más usual, lo que hoy
podríamos calificar de lo elegante de la época, era ostentar nombres de este
origen.
La Iglesia, al querer cristianizar estos
nombres primitivos, les atribuyó posteriormente un origen judeo-cristiano que,
según esta teoría, habría sido luego corrompido vasconizándolo. Conforme a ella
Iñigo sería en su origen Ignacio; Jimeno, Simón; Diego, Santiago; pero mi
opinión personal –salvo para el nombre de Lope, que es Lobo en latín, y
traducción del vasco Ochoa-, es contraria a esta teoría, que surge muchos
siglos después, y a la que no veo fundamento científico.
Todo este panorama onomástico, que al
principio de la Reconquista aparece claramente diferenciado, se va mezclando en
los siglos siguientes y termina por confundirse de tal modo que ya en la Baja
Edad Media resulta inútil el análisis del nombre de un personaje para
atribuirle un origen geográfico concreto.
Asimismo, si el uso de un nombre godo o
latino nos servía en los albores de la Reconquista para determinar de forma
aproximada la calidad social de un individuo, cuanto más vayamos avanzando en
el tiempo irá sirviendo de menos.
La documentación original conservada de los
siglos VIII y IX nos pone en evidencia que los primitivos españoles no usaban
más que su nombre de pila. No se distinguían, por tanto, los nobles de los plebeyos
o de los clérigos, salvo en que aquellos confirmaban los documentos del Rey,
mientras estos últimos solo aparecían como simples testigos. Únicamente muy de
vez en cuando aparece algún personaje, por lo demás exótico, que añade a su
nombre de pila un ibn seguido de otro nombre de pila. Se trata de la expresión
árabe hijo, usada también por los hebreos. No obstante, cuando aparece
acompañando a nombres cristianos se suele explicar su utilización por atribuir
a sus usuarios un origen mozárabe. Algunas veces también figuran junto al
nombre de pila términos latinos como scriba, presbiter, notarius, maiordomus,
etc, pero no se trata todavía de un apellido, sino de la manifestación
explícita de alguna característica concreta de un individuo, en estos casos un
oficio o dignidad no hereditarias (tal y como hacían los romanos).
Pero toda esta indeterminación comienza a
transformarse radicalmente en el último tercio del siglo IX. En este tiempo
empiezan ya los nobles a firmar con su nombre de pila, seguido del nombre de su
padre en genitivo latino y de la palabra filius, pues no debe olvidarse que
toda la documentación hasta el siglo XIII está escrita en latín. Así,
comenzamos a leer en los pergaminos: Vermudus Ordonnii filius, Ranimirus
Ferdinandi filius, etcétera. Pero esta fórmula que era, digamos, la oficial o
la técnicamente impecable, de indudable influencia arábiga, comienza a
simultanearse con la supresión en muchos casos de la palabra filius y con la
terminación del nombre paterno en z, que será la prototípica del apellido
patronímico español.
Durante el siguiente siglo X, esta costumbre
patronímica que empieza por la alta nobleza, se va generalizando a todas las
clases sociales. Cuando nos adentramos en el siglo XI todas las personas
citadas en los documentos aparecen con su nombre seguido del patronímico; y
debo subrayar aquí que el sentido de este último es, sin la más mínima
excepción, el que su propio nombre indica, es decir, que al contrario de lo que
ocurrirá más tarde, siempre el apellido patronímico, en estas épocas,
corresponde al nombre del padre del así apellidado.
También conviene resaltar aquí que la
formación del patronímico en este tiempo no tiene tampoco las excepciones que
veremos en el futuro y cuyas razones desconocemos, es decir, por qué hubo
nombres propios que no tomaron la forma normal del patronímico al adoptar su
función, o dicho de otro modo con ejemplos, por qué los hijos de Alonso,
Osorio, Aznar o García, por sólo citar los más importantes, no se llamaron
Alónsez, Osórez, Aznárez y Garcíez, que es como se habían estado llamando hasta
la fecha.
Esta implantación del patronímico es general
en toda la península desde el Atlántico al Pirineo, es decir Portugal, Galicia,
León, Castilla, Aragón, País Vasco y Navarra, inclusive en zonas del sur de
Francia como el primitivo ducado de Gascuña. Esta terminación en z no tendrá,
sin embargo, ninguna implantación en los primitivos condados catalanes, donde
el patronímico se mantendrá en genitivo en los documentos latinos, y sin variar
su forma con respecto al nombre de pila en el lenguaje romance: Arnau, Dalmau,
Pons, Guillén, Berenguer, etcétera. No se trata por tanto de que en Cataluña no
exista el patronímico, como gustan algunos opinar, sino que lo que no existe es
el patronímico terminado en z común al resto de la penínsul
En resumen, ésta es la norma general que irá
implantándose en toda la península y que continuará invariable hasta la primera
mitad del siglo XIII, con la aparición de lo que podemos llamar ya el nombre de
linaje.
Este tipo de apellido patronímico, que
venimos tratando hasta aquí, por su propia sistemática cambiaba en cada
generación y, en consecuencia, no servía para denominar familias sino
únicamente individuos. Se hacía, por tanto, necesario crear un término para
englobar a toda la familia y no solamente a una de sus generaciones.
Tenemos pocas menciones de linajes en la Alta
Edad Media y, curiosamente, cuando surgen éstas en la documentación, aparecen
bajo una forma árabe, como si en el mundo cristiano no existiera todavía este
concepto de linaje. Pero en la segunda mitad del siglo XII vemos ya claramente,
sobre todo en las Crónicas, cómo se empiezan a utilizar términos para designar
linajes concretos utilizando para ello su lugar de origen o de señorío.
Subrayamos una vez más que no se trata de un apellido, pues rara vez los
miembros de cada linaje firman o se autodenominan con tal término distintivo.
Se trata, como ya se ha indicado, de una clave utilizada por la sociedad,
encabezada por el mismo Rey, para poder distinguir entre sí a los que ya actúan
como linajes: Los de Lara, los de Castro, los de Guzmán, los de Traba,
etcétera.
Todo esto nada tiene que ver, sin embargo -y
conviene que lo resaltemos-, con la costumbre que empieza a aparecer en esta
época de firmar los grandes señores en la documentación siguiendo a su nombre y
patronímico el nombre del lugar cuyo gobierno ejercen. Esta fórmula suele
utilizarse intercalando las más de las veces, entre el patronímico y el lugar
de gobierno, la preposición en, es decir, Rodrigo Fernández en Astorga, Álvaro
Rodríguez en Benavente, Pedro Rodríguez en Toro; pero a veces se suscita el
problema cuando el escriba emplea, para significar lo mismo, la preposición de,
y hay que saber diferenciar entonces lo que es el gobierno de un lugar, de un
incipiente nombre de linaje. Debemos resaltar también que muchos de estos
gobiernos, llamados en esta época tenencias, al ser constantes en una familia
pasarán a formar el futuro nombre de su linaje; pero esto no siempre es así y
su aparición en los documentos ha dado pie muchas veces para que algunos
genealogistas, antiguos y modernos, hayan utilizado estas coincidencias para
inventar antepasados antiquísimos a familias mucho más modestas.
Este nombre de linaje que surge en estos
tiempos, de fuera a dentro como he indicado, se va implantando en la alta
sociedad medieval y podemos decir que está perfectamente establecido, con la
aquiescencia de todos, en la segunda mitad del siglo XIII.
Todo lo que vengo diciendo para la alta
nobleza se va haciendo extensivo poco después al pueblo llano; la razón
evidente es el empobrecimiento onomástico, es decir, que al abandonar el pueblo
los primitivos nombres hispano-romanos y adoptar los más eufónicos, para la
época, nombres de la nobleza, todo el mundo se llamaba más o menos igual.
Había que buscar otro sistema de
diferenciación y éste se produce sobre todo a través de la alcuña, formada ésta
en la gran mayoría de los casos por el oficio ejercido por el cabeza de
familia, por alguna característica física descollante, o por el lugar de su
residencia o de su origen familiar. Pero esta adopción casi general de la
alcuña o sobrenombre, ya sea consistente en un apodo o en un topónimo, va dando
lugar durante la segunda mitad del siglo XIII y definitivamente en el siglo XIV
a una auténtica revolución, que consistirá en la pérdida del sentido originario
del patronímico. Mas este no es más que el primer paso y cuanto más se va
generalizando la alcuña o nombre de linaje como apellido, más se va abandonando
el uso del patronímico en su función primigenia, el cual quedará ya
desgraciadamente sin sentido en el siglo XV. En gran parte de las familias
hidalgas, por un cierto tradicionalismo onomástico, se mantendrá el
patronímico, desprovisto ya de su primitiva función, unido al nombre del
linaje. En las clases populares, sin embargo, se suprimirá en su mayor parte,
manteniendo como apellido simplemente la alcuña, o dejando ya fijo el antiguo
patronímico. Curiosamente, esta supresión es muy desigual en las distintas
regiones y destaquemos, por ejemplo, que es excepción en algunos lugares de la
Mancha, y especialmente en la provincia de Toledo, donde se mantienen numerosos
apellidos compuestos. En el País Vasco, en cambio, excepción hecha de Álava, se
suprimirá totalmente el patronímico en la primera mitad del siglo XVI, lo que
hace hoy en día a algunos indocumentados tener por maketos los apellidos
patronímicos.
Queremos resaltar, sin embargo, algunas cosas
del uso de los apellidos en la época que transcurre aproximadamente durante
nuestro Siglo de Oro.
La otra característica es que durante esta
época, salvo las masas iletradas que dependían en cierta manera del nombre que
les quisieran imponer los curas o los empadronadores en su caso, podían al
contrario tomar el apellido con la más absoluta libertad.
En la
mentalidad de la época apellido ya era igual a nombre de linaje, y el
patronímico no era ya más que una mera prolongación del nombre de pila. Por
eso, cuando un personaje usa varios apellidos sólo figura entre ellos un patronímico,
que es el que ocupa el lugar inmediatamente detrás del nombre de pila.
Y nos encontramos ya con el siglo XIX,
referencia próxima de nuestro actual régimen legal de apellidos. El sistema
constitucional dio al traste con la Monarquía absoluta, con la diferenciación
de estados y con muchas cosas más volviendo el país del revés. Una de sus
innovaciones fue la supresión de los mayorazgos, con lo cual todas las
obligaciones de las que he hablado desaparecieron. Ciertamente que hubo más o
menos resistencias pues las nuevas costumbres onomásticas no vinieron de la
noche a la mañana; pero en menos de cincuenta años nos encontramos con una
panorámica completamente distinta en cuanto al sistema de apellidarse de los
españoles, que aunque algunos lo llamen tradicional no goza casi de un siglo
deexistencia.
Efectivamente, la Ley de Registro Civil de 17
de junio 1870 establecía (artículo 48) que todos los españoles seríamos
inscritos con nuestro nombre y los apellidos de los padres y de los abuelos
paternos y maternos. La inclusión en el nuevo Código Penal de dicho año del
delito de uso de nombre supuesto vino a consagrar como únicos apellidos
utilizables los inscritos en el Registro Civil. Esta fórmula se consagró
jurídicamente con la nueva redacción de la Ley de Registro Civil de 8 de junio
de 1957, que dio carta de naturaleza a esta costumbre únicamente española, pues
ni siquiera en Hispanoamérica rige, de utilizar los dos apellidos, paterno y
materno, que según la propia normativa deben ir separados por la conjunción
copulativa y, lo cual nunca se ha aplicado con rigor.
Es también a partir de esta fecha cuando todo
cambio o unión de apellidos se deberá llevar a cabo mediante expediente
instruido de forma reglamentaria ante el Ministerio de Justicia.
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