jueves, 12 de mayo de 2016

Origen de los apellidos en España




            En la antigüedad, las personas estaban organizadas en pequeñas aldeas, por lo que se conocían unos con otros y no era necesario ofrecer más que un nombre para referirse a alguien. En la Edad Media comenzaron a formarse ciudades más grandes y feudos con bastante población, por lo que se hizo importante diferenciar mejor a las personas, momento en el que nacen los apellidos.
En el caso de los nobles, estos adoptaban el apellido de su dinastía o podían quedarse con el de algún territorio conquistado, como forma de mostrar dominación. Pronto determinaron que la población plebeya también tuviese un apellido.
Los apellidos no comenzaron en un solo lugar, sino que de forma espontánea o cuando un reino conquistaba otro. Los apellidos correspondían al lugar de origen de la persona, su oficio o bien a características físicas distintivas.
A medida que los imperios comenzaron a descubrir y conquistar nuevos territorios, impusieron el uso de apellidos en la población aborigen del lugar. En el caso de los esclavos se hizo lo mismo, su amo era el encargado de otorgárselos. Cuando el uso de apellidos se hizo más común y las diferentes culturas se mezclaron, muchos apellidos fueron traducidos de un idioma a otro o sufrieron pequeñas modificaciones para hacerles parecer originarios de otro lugar y no sufrir discriminación.
Una de las conclusiones que nos ofrecen los documentos es que existe una clara diferencia entre la onomástica de la masa popular y la de las clases elevadas. En efecto, los individuos del pueblo llano ostentan nombres genuinamente latinos, como Cayo, Mario, Antonino, Honorio, Juliano, en los varones, o Áurea, Marcela, Marina, Julia o Faustina entre las mujeres, y sin embargo la familia real y los magnates, utilizan nombres típicamente germánicos; así los varones se llaman Nuño, Gutierre, Rodrigo, Alfonso, Vermudo, Ramiro, Fruela, Gonzalo, Hermenegildo, etcétera; y las mujeres Gontrodo, Froiliuba, Hermesenda, Adosinda, Elvira, Muniadomna o Leodegundia. Nombres estos últimos que, aunque nos cueste creerlo, eran utilizados por las más distinguidas damas de aquel tiempo.
No se quiere decir con esto que la clase dirigente fuera étnicamente goda, pues sería entrar en una ya estéril polémica, pero si se ha de resaltar la evidencia de que al menos lo más usual, lo que hoy podríamos calificar de lo elegante de la época, era ostentar nombres de este origen.
La Iglesia, al querer cristianizar estos nombres primitivos, les atribuyó posteriormente un origen judeo-cristiano que, según esta teoría, habría sido luego corrompido vasconizándolo. Conforme a ella Iñigo sería en su origen Ignacio; Jimeno, Simón; Diego, Santiago; pero mi opinión personal –salvo para el nombre de Lope, que es Lobo en latín, y traducción del vasco Ochoa-, es contraria a esta teoría, que surge muchos siglos después, y a la que no veo fundamento científico.
Todo este panorama onomástico, que al principio de la Reconquista aparece claramente diferenciado, se va mezclando en los siglos siguientes y termina por confundirse de tal modo que ya en la Baja Edad Media resulta inútil el análisis del nombre de un personaje para atribuirle un origen geográfico concreto.
Asimismo, si el uso de un nombre godo o latino nos servía en los albores de la Reconquista para determinar de forma aproximada la calidad social de un individuo, cuanto más vayamos avanzando en el tiempo irá sirviendo de menos.
La documentación original conservada de los siglos VIII y IX nos pone en evidencia que los primitivos españoles no usaban más que su nombre de pila. No se distinguían, por tanto, los nobles de los plebeyos o de los clérigos, salvo en que aquellos confirmaban los documentos del Rey, mientras estos últimos solo aparecían como simples testigos. Únicamente muy de vez en cuando aparece algún personaje, por lo demás exótico, que añade a su nombre de pila un ibn seguido de otro nombre de pila. Se trata de la expresión árabe hijo, usada también por los hebreos. No obstante, cuando aparece acompañando a nombres cristianos se suele explicar su utilización por atribuir a sus usuarios un origen mozárabe. Algunas veces también figuran junto al nombre de pila términos latinos como scriba, presbiter, notarius, maiordomus, etc, pero no se trata todavía de un apellido, sino de la manifestación explícita de alguna característica concreta de un individuo, en estos casos un oficio o dignidad no hereditarias (tal y como hacían los romanos).
Pero toda esta indeterminación comienza a transformarse radicalmente en el último tercio del siglo IX. En este tiempo empiezan ya los nobles a firmar con su nombre de pila, seguido del nombre de su padre en genitivo latino y de la palabra filius, pues no debe olvidarse que toda la documentación hasta el siglo XIII está escrita en latín. Así, comenzamos a leer en los pergaminos: Vermudus Ordonnii filius, Ranimirus Ferdinandi filius, etcétera. Pero esta fórmula que era, digamos, la oficial o la técnicamente impecable, de indudable influencia arábiga, comienza a simultanearse con la supresión en muchos casos de la palabra filius y con la terminación del nombre paterno en z, que será la prototípica del apellido patronímico español.
Durante el siguiente siglo X, esta costumbre patronímica que empieza por la alta nobleza, se va generalizando a todas las clases sociales. Cuando nos adentramos en el siglo XI todas las personas citadas en los documentos aparecen con su nombre seguido del patronímico; y debo subrayar aquí que el sentido de este último es, sin la más mínima excepción, el que su propio nombre indica, es decir, que al contrario de lo que ocurrirá más tarde, siempre el apellido patronímico, en estas épocas, corresponde al nombre del padre del así apellidado.
También conviene resaltar aquí que la formación del patronímico en este tiempo no tiene tampoco las excepciones que veremos en el futuro y cuyas razones desconocemos, es decir, por qué hubo nombres propios que no tomaron la forma normal del patronímico al adoptar su función, o dicho de otro modo con ejemplos, por qué los hijos de Alonso, Osorio, Aznar o García, por sólo citar los más importantes, no se llamaron Alónsez, Osórez, Aznárez y Garcíez, que es como se habían estado llamando hasta la fecha.
Esta implantación del patronímico es general en toda la península desde el Atlántico al Pirineo, es decir Portugal, Galicia, León, Castilla, Aragón, País Vasco y Navarra, inclusive en zonas del sur de Francia como el primitivo ducado de Gascuña. Esta terminación en z no tendrá, sin embargo, ninguna implantación en los primitivos condados catalanes, donde el patronímico se mantendrá en genitivo en los documentos latinos, y sin variar su forma con respecto al nombre de pila en el lenguaje romance: Arnau, Dalmau, Pons, Guillén, Berenguer, etcétera. No se trata por tanto de que en Cataluña no exista el patronímico, como gustan algunos opinar, sino que lo que no existe es el patronímico terminado en z común al resto de la penínsul
En resumen, ésta es la norma general que irá implantándose en toda la península y que continuará invariable hasta la primera mitad del siglo XIII, con la aparición de lo que podemos llamar ya el nombre de linaje.
Este tipo de apellido patronímico, que venimos tratando hasta aquí, por su propia sistemática cambiaba en cada generación y, en consecuencia, no servía para denominar familias sino únicamente individuos. Se hacía, por tanto, necesario crear un término para englobar a toda la familia y no solamente a una de sus generaciones.
Tenemos pocas menciones de linajes en la Alta Edad Media y, curiosamente, cuando surgen éstas en la documentación, aparecen bajo una forma árabe, como si en el mundo cristiano no existiera todavía este concepto de linaje. Pero en la segunda mitad del siglo XII vemos ya claramente, sobre todo en las Crónicas, cómo se empiezan a utilizar términos para designar linajes concretos utilizando para ello su lugar de origen o de señorío. Subrayamos una vez más que no se trata de un apellido, pues rara vez los miembros de cada linaje firman o se autodenominan con tal término distintivo. Se trata, como ya se ha indicado, de una clave utilizada por la sociedad, encabezada por el mismo Rey, para poder distinguir entre sí a los que ya actúan como linajes: Los de Lara, los de Castro, los de Guzmán, los de Traba, etcétera.
Todo esto nada tiene que ver, sin embargo -y conviene que lo resaltemos-, con la costumbre que empieza a aparecer en esta época de firmar los grandes señores en la documentación siguiendo a su nombre y patronímico el nombre del lugar cuyo gobierno ejercen. Esta fórmula suele utilizarse intercalando las más de las veces, entre el patronímico y el lugar de gobierno, la preposición en, es decir, Rodrigo Fernández en Astorga, Álvaro Rodríguez en Benavente, Pedro Rodríguez en Toro; pero a veces se suscita el problema cuando el escriba emplea, para significar lo mismo, la preposición de, y hay que saber diferenciar entonces lo que es el gobierno de un lugar, de un incipiente nombre de linaje. Debemos resaltar también que muchos de estos gobiernos, llamados en esta época tenencias, al ser constantes en una familia pasarán a formar el futuro nombre de su linaje; pero esto no siempre es así y su aparición en los documentos ha dado pie muchas veces para que algunos genealogistas, antiguos y modernos, hayan utilizado estas coincidencias para inventar antepasados antiquísimos a familias mucho más modestas.
Este nombre de linaje que surge en estos tiempos, de fuera a dentro como he indicado, se va implantando en la alta sociedad medieval y podemos decir que está perfectamente establecido, con la aquiescencia de todos, en la segunda mitad del siglo XIII.
Todo lo que vengo diciendo para la alta nobleza se va haciendo extensivo poco después al pueblo llano; la razón evidente es el empobrecimiento onomástico, es decir, que al abandonar el pueblo los primitivos nombres hispano-romanos y adoptar los más eufónicos, para la época, nombres de la nobleza, todo el mundo se llamaba más o menos igual.
Había que buscar otro sistema de diferenciación y éste se produce sobre todo a través de la alcuña, formada ésta en la gran mayoría de los casos por el oficio ejercido por el cabeza de familia, por alguna característica física descollante, o por el lugar de su residencia o de su origen familiar. Pero esta adopción casi general de la alcuña o sobrenombre, ya sea consistente en un apodo o en un topónimo, va dando lugar durante la segunda mitad del siglo XIII y definitivamente en el siglo XIV a una auténtica revolución, que consistirá en la pérdida del sentido originario del patronímico. Mas este no es más que el primer paso y cuanto más se va generalizando la alcuña o nombre de linaje como apellido, más se va abandonando el uso del patronímico en su función primigenia, el cual quedará ya desgraciadamente sin sentido en el siglo XV. En gran parte de las familias hidalgas, por un cierto tradicionalismo onomástico, se mantendrá el patronímico, desprovisto ya de su primitiva función, unido al nombre del linaje. En las clases populares, sin embargo, se suprimirá en su mayor parte, manteniendo como apellido simplemente la alcuña, o dejando ya fijo el antiguo patronímico. Curiosamente, esta supresión es muy desigual en las distintas regiones y destaquemos, por ejemplo, que es excepción en algunos lugares de la Mancha, y especialmente en la provincia de Toledo, donde se mantienen numerosos apellidos compuestos. En el País Vasco, en cambio, excepción hecha de Álava, se suprimirá totalmente el patronímico en la primera mitad del siglo XVI, lo que hace hoy en día a algunos indocumentados tener por maketos los apellidos patronímicos.
Queremos resaltar, sin embargo, algunas cosas del uso de los apellidos en la época que transcurre aproximadamente durante nuestro Siglo de Oro.
La otra característica es que durante esta época, salvo las masas iletradas que dependían en cierta manera del nombre que les quisieran imponer los curas o los empadronadores en su caso, podían al contrario tomar el apellido con la más absoluta libertad.
 En la mentalidad de la época apellido ya era igual a nombre de linaje, y el patronímico no era ya más que una mera prolongación del nombre de pila. Por eso, cuando un personaje usa varios apellidos sólo figura entre ellos un patronímico, que es el que ocupa el lugar inmediatamente detrás del nombre de pila.
Y nos encontramos ya con el siglo XIX, referencia próxima de nuestro actual régimen legal de apellidos. El sistema constitucional dio al traste con la Monarquía absoluta, con la diferenciación de estados y con muchas cosas más volviendo el país del revés. Una de sus innovaciones fue la supresión de los mayorazgos, con lo cual todas las obligaciones de las que he hablado desaparecieron. Ciertamente que hubo más o menos resistencias pues las nuevas costumbres onomásticas no vinieron de la noche a la mañana; pero en menos de cincuenta años nos encontramos con una panorámica completamente distinta en cuanto al sistema de apellidarse de los españoles, que aunque algunos lo llamen tradicional no goza casi de un siglo deexistencia.
Efectivamente, la Ley de Registro Civil de 17 de junio 1870 establecía (artículo 48) que todos los españoles seríamos inscritos con nuestro nombre y los apellidos de los padres y de los abuelos paternos y maternos. La inclusión en el nuevo Código Penal de dicho año del delito de uso de nombre supuesto vino a consagrar como únicos apellidos utilizables los inscritos en el Registro Civil. Esta fórmula se consagró jurídicamente con la nueva redacción de la Ley de Registro Civil de 8 de junio de 1957, que dio carta de naturaleza a esta costumbre únicamente española, pues ni siquiera en Hispanoamérica rige, de utilizar los dos apellidos, paterno y materno, que según la propia normativa deben ir separados por la conjunción copulativa y, lo cual nunca se ha aplicado con rigor.
Es también a partir de esta fecha cuando todo cambio o unión de apellidos se deberá llevar a cabo mediante expediente instruido de forma reglamentaria ante el Ministerio de Justicia.


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